En los últimos años se han realizado importantes trabajos de
investigación que han puesto en duda la interpretación canónica del siglo XVII
como tiempo de crisis (véase el interesante congreso que sobre esta materia
prepara el
IULCE). En el caso español esto afecta principalmente a la interpretación
de la llamada crisis hispánica de 1640 cuyas causas se achacaban a deficiencias
económicas, conflictos sociales y, sobre todo, tensiones territoriales debidas
a la naturaleza “compuesta” de la Monarquía, donde fuerzas centrífugas (los
reinos exigiendo más autonomía) y centrípetas (la Corte aumentando su
centralidad) ponían a prueba la resistencia del sistema, que funcionaba cuando
estas tensiones se hallaban equilibradas. En líneas muy simples, la figura de Olivares
emergía en medio del desastre como responsable de un vano y frustrado proyecto
de regeneración, imposible de efectuar dada la amplitud de su visión y las
limitaciones de la sociedad española para comprenderlas y acometerlas. Las
cargas fiscales exigidas para afrontar la política imperial, por una parte, y
la destrucción de la autonomía para someter los territorios a la autoridad
central por otra, resumen la idea más o menos común que poseemos de las causas
o motivos de la crisis. Era un análisis que desarrollaba la tradición
establecida en el siglo XIX por Antonio Cánovas del Castillo y Martin Hume,
donde Olivares personificaba el último intento de reactivar un régimen ya
caduco presentando un programa de reformas que podría haber salvado a la Monarquía
del hundimiento anunciado por el endeudamiento masivo, el colapso de la
producción, el estrangulamiento del comercio y el fracaso de la política
exterior. Dicho plan estaba recogido en el gran memorial o instrucción secreta
de 1624, sobre el que los historiadores del siglo XIX y del XX construyeron el
discurso de la crisis. Era fácil fijar el alcance del fracaso siguiendo la
lista de propósitos incumplidos: no se allanaron las diferencias sociales, no
se reformó la fiscalidad, no se activó la economía y ni siquiera se alcanzó la
unidad de España. Hubo de esperarse medio siglo más, cuando en 1700 una nueva
dinastía hizo lo que no se hizo entonces. El problema de esta interpretación es
que tomaba como hoja de ruta un documento que con toda seguridad es una
falsificación hecha en el siglo XVIII (véase nuestro estudio en Libros
de la Corte). Discutir su autenticidad no es objeto de esta intervención
pero, incluso aceptando que el texto fuera contemporáneo a Felipe IV, existen
dudas razonables sobre su autoría (son muchas las atribuciones), intención (no
sabemos si es una colección de cartas, un memorial, una instrucción, un simple
borrador, un papel recogido en una papelera…), contexto (las fechas posibles
son 1621, 1624, 1625, 1626, 1629 e incluso 1635)… ni siquiera sabemos si el
informe fue encargado por el rey o bien escrito espontáneamente por un servidor
solícito. Por todo ello, resulta difícil responder a las preguntas básicas de
¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? E incluso ¿Dónde? Dadas estas características
conviene ponerlo en cuarentena y preguntarnos si hubo una hoja de ruta de
naturaleza reformista o si ésta se manifiesta en algún momento. Adelanto que en
mi opinión el programa de Olivares no fue ni reformista ni regeneracionista,
que sus ideas de cambio eran de carácter más limitado y que para comprenderlas
es preciso analizar la política iniciada en 1617, aquella que condujo a la
guerra de los Treinta Años, que no fue obra del conde-duque sino de su tío DonBaltasar de Zúñiga, cuyos efectos se vio obligado a gestionar. El punto de
partida de nuestro análisis nos lo ofrece el encargo hecho a un jurista
siciliano para que escribiera un tratado sobre la constancia y una vehemente
declaración de intenciones expresada ante el Consejo de Estado y discutida el
27 de diciembre de 1622. Un documento inédito y muy interesante porque el 7 de
octubre había fallecido Baltasar de Zúñiga y Don Gaspar de Guzmán estrenaba su
privanza.
Los dos temas son importantes y están entrelazados
1) Juan
Bautista Lanario fue contratado para refutar las tesis de fray Juan de Santa
María (Tratado de república) proponiéndole redactar un “working paper” que
había de ser discutido entre los asesores del privado, es decir, dotar al grupo
o facción de un conjunto de ideas que los distinguieran e identificaran con un
proyecto diferente al representado por Zúñiga (pero no satisfizo al comitente y se publicó en 1628 en Nápoles bajo el título:Exemplar
de la constante paciencia christiana y politica. All'illustriss. y
excelentiss. señor Ramiro Felice de Guzman, duque de Medina de las
Torres).
2) Ante el
Consejo de Estado Olivares reclamó una mayor sensibilidad a las demandas de los
reinos, e incluso afirmó que para tomar decisiones en las provincias había que
escuchar a sus naturales y contar con ellos para el gobierno.
No deja de ser llamativo el que en estos años no observemos
ninguna medida centralizadora, que se nos hable de proyectos como la “unión de
armas” que no se materializan pero que, en cambio, los consejos territoriales
sufran interesantes reformas, que a la cabeza de los virreinatos se suceda un
alto número de prelados, príncipes de sangre real y nobles naturales de las
provincias. Todo lo cual merece interpretarse, pues sobre esto radica el debate
existente en la Corte y sobre ello versa el debate del Consejo de Estado. Suele
olvidarse que en el Corpus de Sangre el virrey asesinado por la muchedumbre
fuera Don Dalmau de Queralt, marqués de Santa Coloma. Los catalanes se
levantaron contra catalanes, esto pesó muy fuertemente en el desmoronamiento del
sistema del conde duque tal como se refleja en la amarga contestación que en el
Aristarco
del padre Rioja, bibliotecario del valido, se hizo contra la Católica
impugnación de Gaspar Sala cuyo trasfondo trataremos de ilustrar en esta
intervención.
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